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David Lynch (o la disrupción del arte)

Foto del escritor: Borja IbrahimBorja Ibrahim

A veces, en esos pequeños momentos en el que la cabeza desconecta de un día a día sumergido la supervivencia, en el ocio y en las conexiones entre otras personas, pienso -y aunque no lo verbalice mucho- que esta realidad no tiene tantas cosas que ofrecerme como me gustaría. Quizás peco de pragmatismo o quizás no tengo la suficiente sensibilidad como para encontrar lo que otras personas sí ven. Quizás no he encontrado las suficientes anclas en un mundo dedicado a la explotación y la servidumbre o quizás, simplemente, no me interesa nada.


Pero lo cierto es que la vida me interesa, y mucho más de lo que el nihilismo del párrafo anterior deja entrever. Me interesa la vida como concepto en sí mismo y como seres sintientes con la capacidad de brillar u oscurecerse en función de las circunstancias. Me interesa la belleza de la ira, las lágrimas de la alegría, la calma de un abrazo, el escalofrío de una mirada cómplice... Me gusta observar la vida, me resulta especialmente placentero, y me gusta que la vida me observe a mí.


En este principio de tintes hedonistas está el germen fundador que cimenta cualquier arte, que no es la abstracción de nuestra realidad más mundana, sino la pausa y la capacidad de experimentar sensaciones y emociones, pero no solo al observarlas o escucharlas; también al crearlas.


Nuestra problemática realidad no está diseñada para sentir. Y no creo que muchas personas pudieran darme argumentos que defiendan que sí lo está, porque entre sus propios pensamientos siempre terminaría asomando el subtexto de que, quizás, lo que están diciendo esconde el mismo tipo de refugio que yo uso en el arte.


El cine, los videojuegos, la música y la lectura conforman mi cuadrado sintiente. Y ahí es donde encuentro lo que la realidad no me puede ofrecer por las circunstancias sociales finitas que me condicionan o por supuestas carencias perceptuales. Ni siquiera es una cuestión de optimismo o pesimismo hacia el entorno, más bien es un alienamiento contra el mismo. Y todos esos argumentos dedicados a motivarnos como personas para encontrar la felicidad en el día a día o los pequeños placeres de la vida no son más que articulaciones gramaticales y sintácticas destinadas a generar un doblepensar en el que debemos asumir que lo que nos rodea, lo que hemos construido como grupo social, está bien. Y es todavía más sencillo darse cuenta de esto por el simple hecho de que si las emociones nos rodeasen y fuesen un motor vital, esas falacias capitalistas no existirían, ¿qué pequeño placer en la vida habría que encontrar si nuestra vida fuese un placer en sí mismo?


Por eso me gustan esas otras realidades que el ser humano es capaz de crear. Representan nuestra esencia más pura y simple, nuestros códigos más sensibles y humanos. El arte representa la vida y el acto de vivir.


Los códigos que presenta cada arte tienden a su deformación tras unas pocas evoluciones generacionales antes de su deconstrucción y reformulación en otras configuraciones socioculturales. Y son deformaciones porque la tendencia, como seres humanos, es a convertir lo irreal en real, lo inexplicable en lógico.


El videojuego, por ejemplo, el arte más joven y por tanto sobre la que mayor sobrepensamiento existe de que no tiene más finalidad que el mero entretenimiento. Con el permiso de OXO, pensemos en Pong, un videojuego que simula una partida de tenis de mesa con unos códigos visuales muy simples de entender: las dos líneas representan a los jugadores, la línea discontinua la barrera que separa el espacio de un jugador del otro, el punto la pelota y la numeración que hay en cada lado la puntuación que cada uno va obteniendo. Es prácticamente la reducción al absurdo de lo que representa un partido de tenis a nivel semiótico. Por avances tecnológicos, estos píxeles se fueron transformando en sprites bidimensionales cada vez más sofisticados y detallados a partir de Tennis (1981), pasando por la simple conceptualización de una figura humana hasta añadirle detalles más concretos como ojos, pelo, vestimenta o accesorios. Con la llegada de los polígonos en 3D esta bidimensionalidad desapareció y los conceptos por asoaciación se tradujeron por completo de nuestra realidad a la digital.


Pong (1972)
Pong (1972)

Esto, que aparentemente puede parecer un ejemplo vacuo, es la evolución de todos los lenguajes generados por asociaciones semiológicas. Más elaborado podría ser la acción de coger una moneda, que si antiguamente asumíamos que con pasar por encima con nuestro muñeco en movimiento ya lo teníamos, hoy por hoy tendríamos que encontrar la moneda, pararnos junto a ella, observarla, pulsar el botón adecuado y observar una animación de nuestro personaje en la que ejecuta una acción completa o semicompleta para cogerla. Del concepto a la realidad.


Estas deformaciones se dan porque así es como somos, y porque como seres perezosos y vagos (y; por ende, por condiciones meramente capitalistas) la asociación llega antes si, en fin, no hay nada que asociar.


El cine sigue el mismo patrón. Pero en el séptimo arte es un poco más complicado y denso de explicar de una manera sencilla porque lo que una imagen muestra en una película (con permiso de la animación, que sigue el ejemplo de Pong) es directamente real. Entonces, hay que diferenciar dos tipos de lenguajes dentro del cine: el cinematográfico y el audiovisual. Digamos que la diferencia fundamental entre ambos es que uno narra y el otro muestra, por lo que el lenguaje audiovisual viene a ser la simplificación del lenguaje cinematográfico. Para sorpresa de nadie, hoy en día el lenguaje cinematográfico está prácticamente muerto. Los acelerados ritmos de producción es uno de los motivos principales (una vez más, el capitalismo). ¿Pero el verdadero? La simplificación de la ficción para su sometimiento ante la realidad. Es decir, la muerte de los códigos semiológicos de la asociación entre imágenes para generar emociones en pos de la aliteración de los mismos. Si ahondase en esto, no seríais pocos los que me respondieseis con un: <<pero a mí una película de lenguaje audiovisual también me emociona>>. Bueno, las repercusiones de dichas simplificaciones no tienen tanto que ver con lo que cada persona es capaz de disfrutar o no, sino con cómo esas deformaciones permean en una sociedad a largo plazo y crean conceptos como "lo cinematográfico" o simplifica el criterio para catalogar de incorrecto a todo aquello que no está previamente clasificado como tendencia.


A estas alturas os estaréis preguntando qué tienen que ver los sentimientos, el arte y la semiología con David Lynch y por qué llevo once párrafos sin mencionarlo. Y la respuesta es más bien sencilla: he estado hablando del agujero del donut. Ahora, hablemos del donut.


David Lynch, el artífice de Twin Peaks, Mullholand Drive, Blue Velvet y otra buena cantidad de increíbles obras cinematográficas, pictóricas y musicales, no necesita presentación, pero sí necesita ser matizado. Y es que Lynch ha sido tan influyente e impactante, aunque no lo creas, que su apellido se ha transformado en un adjetivo en sí mismo para describir lo indescriptible. Ha sido, en definitiva, el último artista sobre la Tierra.


David Lynch (1946-2025)
David Lynch (1946-2025)

Obsesionado con la meditación y los procesos creativos, a Lynch solo le interesaban los sentimientos y las sensaciones. Tenía una percepción muy particular sobre la formación de las ideas y vivía absorto en su complejo mundo de sueños, tabaco, café y oscuridad. Y sin darse cuenta, lanzó un poderosísimo y sencillo mensaje en una época que ya estaba empezando a mostrar pequeños síntomas de deformación cultural: no hace falta entenderlo todo para sentir. Como un sueño del que solo recuerdas fragmentos sueltos o como esos recuerdos lejanos que ya apenas eres capaz de recrear en tu cabeza. ¿A que no recordar el puzle completo no hace que te olvides de cómo te sentiste?


La lógica (o ilógica) del sueño supuso una revolución dentro de un lenguaje en el que se asumía que la Nouvelle Vague había sido el cénit, pero a diferencia del movimiento francés, que respondía a unos factores industriales contra el cine de masas muy concreto, la obra de Lynch nació por voluntad de vivir. Y es que Lynch entendía el poder y la fuerza de los conceptos como unidades narrativas que podían existir individualmente o en conjunto... al mismo tiempo.


Una taza de café, una cajita azul, unas cortinas rojas, la línea amarilla discontinua de la carretera... Toda la obra de Lynch está cimentada por la conversión de ideas a conceptos a los que les aplicaba sus propias reglas y significados, pero nunca los materializaba, sino que los impregnaba de sentimientos, los empaquetaba en emociones y los diseminaba por toda la obra. ¿Sabes por qué la cajita azul de Mulholland Drive apenas está presente en la película y al mismo tiempo lo simboliza todo? Porque es el donut. Todo lo que rodea lo que ese simple objeto te ha producido... es el agujero. No necesitas entender la caja para saber qué es la caja.


Lo mismo ocurre con todos los elementos de su filmografía que simbolizan su figura. A David Lynch nunca le interesó mostrar nada, solo narrarlo.


Twin Peaks fue el golpe final que revolucionó todo un formato con una narrativa imprecisa y enigmática en la que todos parecían ser culpables de un asesinato a la vez que no. Es también una obra imperfecta afectada por las exigencias y condiciones de los grandes estudios. Pero sobre todo fue la confirmación -y popularización- de un artista único que regresó veinticinco años después para volver a zarandear el formato con el ya legendario octavo episodio de Twin Peaks: The Return.


¿Y por qué digo que es el último artista sobre la Tierra? Porque ha sido el último gran disruptor del arte. Sin quererlo ni desearlo, su forma de sentir transformó el arte contemporáneo, agitó un mundo obsesionado con entenderlo absolutamente todo y que empezaba a olvidar lo que significaba emocionarse. Incluso traspasó las barreras de la narrativa occidental para permear e influir en la oriental en la que Hideaki Anno, Satoshi Kon o Hideo Kojima han sido testigos. Su obra nos hace entender que menos puede ser más, que lo ilógico es tremendamente poderoso y que las explicaciones a veces sobran.


Porque a nadie le importa cómo de larga sea una escena, lo que importa es lo que ocurre en la escena y cómo atraviesa tus sentidos. Música, pintura, cine... ese es el arte de la vida, porque la obra de David Lynch se resume en una sola palabra: sentir.


Y si has visto todos estos párrafos y has bajado hasta aquí de golpe porque no te apetece leer, no hay problema, te lo resumo rápido: la culpa es del capitalismo.






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