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Megalópolis (o la voluntad del ser)

Foto del escritor: Borja IbrahimBorja Ibrahim

Megalópolis es la nueva peplícula de Francis Ford Coppola, su proyecto más personal y ambicioso para el que lo ha arriesgado todo gracias a (o por culpa de) su motor esencial: la voluntad de vivir.


Francis Ford Coppola lleva en boca de toda la industria cinematográfica y audiovisual desde que se encontraba rodando su nueva obra magna y que da título a esta columna: Megalópolis, que ha estrenado recientemente en el Festival de Cannes rodeado de polémicas. El aparente desastre de la producción se empezó a hacer patente mientras los días de rodaje avanzaban en Nueva York, junto al reciente artículo de The Guardian que relata severas -y no pocas- acusaciones hacia la cuestionable forma de trabajar del director de El Padrino.


No voy a hablar sobre la película, dado que no estoy en Cannes -y por tanto no la he visto-, sino del concepto por el que una película como esta existe, que es lo que, a título personal, realmente me interesa: la voluntad.


Francis Ford Coppola es mundialmente conocido por dos cosas: por ser uno de los directores más célebres de la historia del cine y por ser un auténtico kamikaze sin miedos explícitos, levantando y erigiendo su obra sobre los cimientos de una vida dinamitada y reconstruida en un uróboros que adopta más la forma de una espiral que de un bucle. Su nombre resuena y hace eco por la historia contemporánea del cine, igual que sus historias y aventuras sobre el caótico rodaje de Apocalypse Now cuya jugada queda repetida cuarenta y cinco años después. A pocos seres mortales de este planeta se les ocurriría volver a plantear, siquiera, la semilla de repetir una hazaña como aquella después de haberla sufrido, pero en nuestro fuero interno como especie orgánica existe un sentimiento que escapa a cualquier ápice de lógica, que abraza el fuego más abrasador como una reafirmación de la vida misma y el derrumbe de una civilización como un trauma sobre el que lanzar una reflexión. Este sentido, que Nietzsche planteó y defendió a ultranza, vive en todos nosotros como un brote muerto y alienado frente a un sistema incapacitante y quebrador, pero ante el que Coppola no ha perecido.


Es de sobra conocido que Coppola se había convertido en un entrañable señor, mayor y aparentemente retirado, dedicado a la fabricación de vinos en sus bodegas, con una vida resuelta y despreocupada con seis Premios Oscar sobre sus hombros. Y llegados a este punto, ¿para qué pedir más? Bueno, la respuesta es más sencilla de lo que podría parecer, pues la necesidad de conflicto es el molde sobre el que ejecutamos y desencadenamos la fuerza de nuestra voluntad. El ser humano necesita cocinar problemas para resolverlos, y si no existen los ingredientes se inventan, porque en realidad el problema es solo una excusa para manifestar nuestra alma ante los demás.


A efectos prácticos sobre Megalópolis, una película que ha auspiciado horrores y maravillas a partes iguales en su primer pase público, lo que importa realmente es su existencia, su manifestación y exposición a un mundo culturalmente decadente atiborrado y cegado por el fast food, en cualquiera de sus expresiones, donde la única relevancia que nos rodea es la producción desafectiva para el resultado final, sino para los números palpables en un Excel que, siendo realistas, tampoco van a importar al mes siguiente porque se estarán contemplando los del siguiente producto. Es por lo que digo que Megalópolis se alza como un baluarte a analizar en el porvenir próximo en un entorno donde la película del año resuena como la frase más reiterada y reafirmante de esta industria, porque su embarazo y parto no responden al modelo industrial al que todos nos hemos acostumbrado muy naturalmente en los últimos diez años, sino a una necesidad vital sin importar el coste. No existe la búsqueda de una sentencia firme remarcada por una estrategia de marketing para generar la hipérbole a su alrededor y atraer al espectador a la sala para repetir la jugada a la semana siguiente, sino como una sacudida tácita y, más importante, una bofetada descarada a lo que estamos armando como sociedad. Porque quienes han visto la película han podido, para bien o para mal, sentir.


Y es que ese es el motivo de la voluntad y de su consecuente conflicto. Cuando todas las necesidades están cubiertas, cuando todas las preocupaciones se han esfumado, la tranquilidad, como sensación ansiada y deseada por el humano, también se tambalea, aunque tengas ochenta y cinco años. Coppola ha sido capaz de sacudir, por una noche, la industria entera planteando una película que escapa de cualquier lógica y concepción posible por cualquier inversor que exista en nuestro planeta, y de colocar su figura como un valor y ensañamiento en sí mismo al inmolar más de ciento treinta millones de dólares de su propiedad para comprimirlos en casi dos horas y media de metraje que a partir de ahora quedan legadas en su totalidad a la humanidad, porque su deseo no necesita una justificación numérica, solo una forma de ser. Es la forma de un auteur caótico y desquiciado, de alguien a quien solo le importa la creación como fin último de la existencia.


Esta sacudida no debería servirnos para debatir sobre si la película es buena o mala, o si en su metraje está bien reflejada la inversión realizada, si los números que va a hacer en taquilla son positivos o negativos y si en consecuencia va a poder recuperar el dineral que ha costado. Todo ello cuestiones triviales que, a efectos prácticos, a nadie le importa. Debería servirnos para revalorar y reenfocar un modelo obsoleto que ha perdido su cordura, y entender que el cine existe como una escapatoria a un modelo de vida igual de alocado, como entretenimiento y arte, como forma de sentir en un mundo en el que se nos ha privado del raciocinio hacia lo que somos en pos de una desmesurada alienación.


Coppola ha gritado que está vivo, que es una leyenda. Y que aunque perezca, su alma habrá tambaleado, de una forma u otra, en lo que nos estamos transformando, porque la voluntad de su ser es una rara avis a la que deberíamos prestar más atención.


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